En 1999, la Asamblea General de la ONU ha declarado el 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, y ha invitado a los gobiernos, las organizaciones internacionales y las organizaciones no gubernamentales a que organicen en ese día actividades dirigidas a sensibilizar a la opinión pública respecto al problema de la violencia contra la mujer. Desde 1981, las militantes en favor del derecho de la mujer observan el 25 de noviembre como el día contra la violencia. La fecha fue elegida como conmemoración del brutal asesinato en 1960 de las tres hermanas Mirabal, activistas políticas de la República Dominicana, por orden del gobernante dominicano Rafael Trujillo (1930-1961).
Es pues una oportunidad muy válida para reflexionar sobre la gestación de esta violencia; pues las declaraciones y marchas a nivel macrosocial no pueden frenarla si ésta es consentida o al menos aceptada resignadamente como lo más normal de la vida cotidiana. ¿Qué puede ayudarnos a frenar la violencia? La violencia sólo engendra más violencia, y la resignación frente al problema, sólo lo mantiene, no lo resuelve. Las campañas feministas las hay de todos colores y todas las gamas, desde las que sólo exigen la valoración de la mujer hasta quienes ven en cualquier hombre un enemigo. Esta es la violencia de género, una guerra en que tiene que existir un sometido. Las campañas feministas, como las machistas, no son la solución. No se trata de someter, sino de respetar, de amar la diferencia.
La violencia de género es alimentada dentro de la familia por una costumbre más que por una ideología consciente. El machismo tan acusado, y que ya está en crisis, se gesta cuando la mujer le da cabida dentro de su dinámica relacional. Un ejemplo claro es la estereotipada imagen de la madre mexicana, abnegada, capaz de soportar con heroica paciencia los reclamos del esposo, los desatinos de los hijos y no exigir para sí ninguna recompensa, contentándose con una comida el 10 de mayo. Este modelo de mujer puede parecer superado, pero aún es aspirado por el grado fuerte de dramaticidad y ternura que despierta. El emblemático "Día de las Madres" en una sociedad llamada machista es el reconocimiento de la valoración de este estereotipo, modelo admirado por hombres y repetido por las mujeres.
Un momento privilegiado para evidenciar esta violencia, pero sobre todo, el lugar ideal para frenarla es el noviazgo. Con frecuencia hablamos de "conquista" para hablar del dominio que se tiene sobre la persona amada, con frecuencia el adjetivo "mi" llega a solapar con románticos ecos el deseo posesivo escondido en la relación. Podemos hablar de dos etapas de noviazgo: el adolescente y el maduro. El primero constituye un autodescubrimiento, el centro de la relación no es el otro, sino "yo con el otro". En esta etapa estoy tratando de conocer mi capacidad relacional, la pareja es mi campo de experimentación. Esto no implica que no haya una preocupación por el otro(a), pero lo es en la medida en que el bienestar de la pareja es para mí motivo de satisfacción y bienestar, o simplemente sólo se trata de "gustarle", en ese caso, yo soy exaltado(a) como el más grande tesoro. Las experiencias de esta etapa constituyen principalmente el despertar erótico, la necesidad de compañía y confidencia, el pasar un buen rato. De hecho, decimos para comenzar la relación: "¿quieres andar conmigo?".
La segunda etapa de noviazgo, el maduro, implica ante todo que el período de autoafirmación haya sido saldado con un relativo éxito (nunca dejaremos de conocernos y de sorprendernos de nuestras virtudes y de nuestros defectos). Sólo así, después de una identidad consolidada, el centro de la relación ya es el otro(a) con miras a formar un nosotros. En esta etapa se ha entendido que no hay un "amor perfecto", que "nadie está hecho el uno para el otro", que lo único que valen son los sueños compartidos y fundidos en un proyecto de vida unitario. Es la superación de un amor ideal, para entrar en la dinámica de un amor que se construye, es cuando se entiende que el amor no exige fidelidad, sino que el amor produce fidelidad; cuando se ve que el amor no es exclusivo encerrado en sí mismo, sino generador de vida y comunión. Un noviazgo así se atreve a ver los defectos de la pareja y a mostrarle los propios, es una esperanza de ser acogidos y acoger al otro en su integralidad, y esto sólo lo logra el perdón (hacia el otro y hacia uno mismo). En esta etapa de noviazgo no tiene cabida la violencia, pues el otro no se posee; sino que se ama.
Un amor que podamos llamar maduro no es muy común encontrarlo, no podemos culpar a los tiempos, pues si en el pasado, muchas veces la violencia hacia la mujer la sujetaba a ceder, a ser poseída, ahora, la mujer también quiere poseer y se vale de sutiles argucias para lograrlo. Repito, no se trata de someter, y mientras no entendamos eso, nuestro mundo relacional será un infierno. Para esto acudo a un pasaje del Evangelio, cuando Jesús terminando su discurso de las bienaventuranzas, habla del amor a los enemigos: "Al que te hiera en la mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, no le niegues tampoco la túnica." (Lucas 6:29) El mensaje no debe interpretarse como la resignación ante la violencia sufrida, sino a la grandeza de quien recibe la ofensa, es un acto de libérrimo enfrentamiento a la violencia, con dignidad. Recordemos que los mártires lo son no por "dejarse matar" sino por proclamar con la frente en alto su fe. Es decir, implica un amor propio sanado, que es capaz de no saberse rebajado por el otro, eso es presentar la otra mejilla, no esperando un golpe sino afirmando la inconquistable libertad, requisito indispensable para el amor.
En el noviazgo esto reviste una fuerza profunda: el respeto comienza con uno mismo. Yo no tengo que hacer nada para "conquistar" al otro(a), y con mayor razón, no tengo que soportar nada para lograrlo. El noviazgo no necesita ni de "pruebas de amor", ni de "exclusividades", ni de "máscaras". Todo ello va en detrimento del encuentro y favorece la conquista. En el noviazgo no existen lazos más allá del mero consentimiento, entonces, no hay ninguna razón para obsesionarse y querer mantener una relación que me violenta, y en vez de ser expresión de mi identidad autoafirmada frente a otro se convierta en la afirmación del otro no sobre sí mismo, sino sobre mí. Estas sutiles violencias pasan desapercibidas por el encandilamiento del enamoramiento y luego, cuando se establece el vínculo matrimonial, pareciese que el noviazgo fue una gran simulación. Por ello, si desde ahora tu relación enturbia la imagen que eres o te hace violentarte a ti mismo(a), ¡cuidado! La respuesta no es pues la disolución de vínculos, sino la veracidad en el noviazgo. Pon un alto ahora, si pierdes tu libertad serás incapaz de amar verdaderamente.
Te dejo como reflexión el himno a la caridad, un escrito muy revelador de lo que debe ser el amor (y en el caso de la violencia, checa el subrayado): El amor es paciente, es bondadoso; el amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso, no es arrogante; no se porta indecorosamente; no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal recibido; no se regocija de la injusticia, sino que se alegra con la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. (1 Corintios 13:4-7) Pero atención: los últimos cuatro verbos son la manera de explicar el perdón, no la dejadez y la cobardía; no queramos primero vivir el sufrimiento si antes no hemos logrado un comportamiento decoroso, justo y verdadero.
Es pues una oportunidad muy válida para reflexionar sobre la gestación de esta violencia; pues las declaraciones y marchas a nivel macrosocial no pueden frenarla si ésta es consentida o al menos aceptada resignadamente como lo más normal de la vida cotidiana. ¿Qué puede ayudarnos a frenar la violencia? La violencia sólo engendra más violencia, y la resignación frente al problema, sólo lo mantiene, no lo resuelve. Las campañas feministas las hay de todos colores y todas las gamas, desde las que sólo exigen la valoración de la mujer hasta quienes ven en cualquier hombre un enemigo. Esta es la violencia de género, una guerra en que tiene que existir un sometido. Las campañas feministas, como las machistas, no son la solución. No se trata de someter, sino de respetar, de amar la diferencia.
La violencia de género es alimentada dentro de la familia por una costumbre más que por una ideología consciente. El machismo tan acusado, y que ya está en crisis, se gesta cuando la mujer le da cabida dentro de su dinámica relacional. Un ejemplo claro es la estereotipada imagen de la madre mexicana, abnegada, capaz de soportar con heroica paciencia los reclamos del esposo, los desatinos de los hijos y no exigir para sí ninguna recompensa, contentándose con una comida el 10 de mayo. Este modelo de mujer puede parecer superado, pero aún es aspirado por el grado fuerte de dramaticidad y ternura que despierta. El emblemático "Día de las Madres" en una sociedad llamada machista es el reconocimiento de la valoración de este estereotipo, modelo admirado por hombres y repetido por las mujeres.
Un momento privilegiado para evidenciar esta violencia, pero sobre todo, el lugar ideal para frenarla es el noviazgo. Con frecuencia hablamos de "conquista" para hablar del dominio que se tiene sobre la persona amada, con frecuencia el adjetivo "mi" llega a solapar con románticos ecos el deseo posesivo escondido en la relación. Podemos hablar de dos etapas de noviazgo: el adolescente y el maduro. El primero constituye un autodescubrimiento, el centro de la relación no es el otro, sino "yo con el otro". En esta etapa estoy tratando de conocer mi capacidad relacional, la pareja es mi campo de experimentación. Esto no implica que no haya una preocupación por el otro(a), pero lo es en la medida en que el bienestar de la pareja es para mí motivo de satisfacción y bienestar, o simplemente sólo se trata de "gustarle", en ese caso, yo soy exaltado(a) como el más grande tesoro. Las experiencias de esta etapa constituyen principalmente el despertar erótico, la necesidad de compañía y confidencia, el pasar un buen rato. De hecho, decimos para comenzar la relación: "¿quieres andar conmigo?".
La segunda etapa de noviazgo, el maduro, implica ante todo que el período de autoafirmación haya sido saldado con un relativo éxito (nunca dejaremos de conocernos y de sorprendernos de nuestras virtudes y de nuestros defectos). Sólo así, después de una identidad consolidada, el centro de la relación ya es el otro(a) con miras a formar un nosotros. En esta etapa se ha entendido que no hay un "amor perfecto", que "nadie está hecho el uno para el otro", que lo único que valen son los sueños compartidos y fundidos en un proyecto de vida unitario. Es la superación de un amor ideal, para entrar en la dinámica de un amor que se construye, es cuando se entiende que el amor no exige fidelidad, sino que el amor produce fidelidad; cuando se ve que el amor no es exclusivo encerrado en sí mismo, sino generador de vida y comunión. Un noviazgo así se atreve a ver los defectos de la pareja y a mostrarle los propios, es una esperanza de ser acogidos y acoger al otro en su integralidad, y esto sólo lo logra el perdón (hacia el otro y hacia uno mismo). En esta etapa de noviazgo no tiene cabida la violencia, pues el otro no se posee; sino que se ama.
Un amor que podamos llamar maduro no es muy común encontrarlo, no podemos culpar a los tiempos, pues si en el pasado, muchas veces la violencia hacia la mujer la sujetaba a ceder, a ser poseída, ahora, la mujer también quiere poseer y se vale de sutiles argucias para lograrlo. Repito, no se trata de someter, y mientras no entendamos eso, nuestro mundo relacional será un infierno. Para esto acudo a un pasaje del Evangelio, cuando Jesús terminando su discurso de las bienaventuranzas, habla del amor a los enemigos: "Al que te hiera en la mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, no le niegues tampoco la túnica." (Lucas 6:29) El mensaje no debe interpretarse como la resignación ante la violencia sufrida, sino a la grandeza de quien recibe la ofensa, es un acto de libérrimo enfrentamiento a la violencia, con dignidad. Recordemos que los mártires lo son no por "dejarse matar" sino por proclamar con la frente en alto su fe. Es decir, implica un amor propio sanado, que es capaz de no saberse rebajado por el otro, eso es presentar la otra mejilla, no esperando un golpe sino afirmando la inconquistable libertad, requisito indispensable para el amor.
En el noviazgo esto reviste una fuerza profunda: el respeto comienza con uno mismo. Yo no tengo que hacer nada para "conquistar" al otro(a), y con mayor razón, no tengo que soportar nada para lograrlo. El noviazgo no necesita ni de "pruebas de amor", ni de "exclusividades", ni de "máscaras". Todo ello va en detrimento del encuentro y favorece la conquista. En el noviazgo no existen lazos más allá del mero consentimiento, entonces, no hay ninguna razón para obsesionarse y querer mantener una relación que me violenta, y en vez de ser expresión de mi identidad autoafirmada frente a otro se convierta en la afirmación del otro no sobre sí mismo, sino sobre mí. Estas sutiles violencias pasan desapercibidas por el encandilamiento del enamoramiento y luego, cuando se establece el vínculo matrimonial, pareciese que el noviazgo fue una gran simulación. Por ello, si desde ahora tu relación enturbia la imagen que eres o te hace violentarte a ti mismo(a), ¡cuidado! La respuesta no es pues la disolución de vínculos, sino la veracidad en el noviazgo. Pon un alto ahora, si pierdes tu libertad serás incapaz de amar verdaderamente.
Te dejo como reflexión el himno a la caridad, un escrito muy revelador de lo que debe ser el amor (y en el caso de la violencia, checa el subrayado): El amor es paciente, es bondadoso; el amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso, no es arrogante; no se porta indecorosamente; no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal recibido; no se regocija de la injusticia, sino que se alegra con la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. (1 Corintios 13:4-7) Pero atención: los últimos cuatro verbos son la manera de explicar el perdón, no la dejadez y la cobardía; no queramos primero vivir el sufrimiento si antes no hemos logrado un comportamiento decoroso, justo y verdadero.
Francisco E. Zulaica
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