Al hablar de Artémides Zatti, quiero dejar claro que no es el único prototipo de coadjutor que existe en la congregación, hay centenares de hermanos coadjutores a lo largo de la historia de la congregación que con su testimonio y su santidad de vida han aportado aquello que pedía Don Bosco, “trabajo y templanza”, sin embargo, ahora presento a Artémides Zatti primero porque el próximo 15 de marzo celebramos su fiesta y segundo porque en nuestro CRESCO de Guatemala tenemos hermanos argentinos que han vibrado de cerca con esta figura, incluso con testimonios de gente que le conoció, motivo de más para escribir sobre un extracto de su perfil biográfico vocacional que presenta el Rector Mayor Don Egidio Viganó en el 2002 con ocasión de la beatificación de Don Artémides Zatti.
Emigrante en busca de mejores condiciones de vida, Artémides Zatti llegó a Bahía Blanca cuando tenía 17 años. Venía desde de Italia, junto con su familia. Los padres de Artémides, Luís Zatti y Albina Vecchi, tuvieron ocho hijos, cuatro mujeres y cuatro varones. Los Zatti, que vivían en Boretto en la provincia de Reggio Emilia, a poca distancia del Po, no poseían tierras propias, pero trabajaban como arrendatarios de otras familias.
Artémides, tercero de los hijos, nació el 12 de octubre de 1880. Fue bautizado el mismo día con los nombres de Artémides, Joaquín y Desiderio. Si la familia carecía de recursos materiales, llevaba una intensa vida cristiana que se hizo evidente cuando emigró a Argentina. En el ambiente de la familia, Artémides aprendió pronto a afrontar las fatigas y las responsabilidades del trabajo.
“En enero de 1897 Luís Zatti, padre de familia, tomó la decisión de dejar Italia y emigrar a Argentina junto con la esposa y los hijos. Al final del siglo pasado, la emigración de los italianos hacia América era un fenómeno de grandes proporciones y muchas razones justificaban esta corriente... Pudo influir en aquella decisión la invitación de un tío, Juan Zatti, que ya estaba en Argentina en la naciente ciudad de Bahía Blanca y allí había encontrado un discreto puesto de trabajo”.
En Bahía Blanca los Salesianos eran responsables de la parroquia de Nuestra Señora de la Merced, en cuyo territorio había ido a vivir la familia Zatti. No pocos comenzaron a reagruparse alrededor de la parroquia. Entre los que hicieron esta opción y entraron en la órbita de Don Bosco estuvo Artémides Zatti. Su familia estrechó una amistad sólida y fecunda con el párroco, Don Carlos Cavalli, misionero bueno y celoso, preocupado sobre todo por los pobres y los enfermos. Artémides encontró en Don Carlos un amigo sincero, un confesor prudente y un director espiritual experto.
El amplio ambiente social de los obreros católicos fue uno de los campos donde los misioneros se comprometieron. Artémides Zatti era asiduo asistente en los círculos de obreros que se reunían los domingos. La generosidad apostólica del P. Cavalli, el ambiente salesiano y el consolidarse de la obra de Don Bosco en la Patagonia eran como una invitación diaria y constituían un ideal mucho más atrayente que cualquier otra perspectiva para un desconocido, pero buen emigrante llegado de Italia. Don Carlos Cavalli le propuso emprender el camino hacia el sacerdocio en la Congregación de Don Bosco.
Así, con el consentimiento de su familia, el 19 de abril de 1900, a sus veinte años, llevado del deseo sincero de seguir su vocación, entró con plena disponibilidad en el ritmo de la vida del aspirantado de Bernal. Una circunstancia imprevista cambió su vida: Seguros de su responsabilidad, los Superiores le confiaron la asistencia de un joven sacerdote enfermo de tuberculosis. Zatti desempeñó con generosidad el encargo, pero poco después acusó la misma enfermedad.
Se dice que de su boca no salió nunca un lamento por lo sucedido: ni por la enfermedad en sí, ni hacia los Superiores, ni por las circunstancias en que vino a encontrarse”. Después de una consulta médica, los Superiores habían mandado a Zatti a Viedma, que será la patria definitiva de su misión.
La llegada de Artémides Zatti a Viedma coincidió con la de Zeferino Namuncurá, que venía de Buenos Aires y padecía la misma enfermedad. En Viedma la presencia salesiana era significativa, entre un complejo de obras se encontraba en el centro la Iglesia Catedral, que servía de parroquia y al lado el Hospital y la Farmacia, serán el campo de trabajo de Zatti.
Los Superiores, dadas todas estas circunstancias, debieron de proponer a Zatti, que perseveraba en su propósito de consagrarse a Dios, que profesara como salesiano coadjutor: aparte de los problemas de una salud incierta –por lo que la solución parecía prudente- era la entrega total a Dios en la vida salesiana a lo que Artémides aspiraba en primer lugar. La propuesta de los Superiores y la aceptación por parte del Siervo de Dios debieron de acaecer entre el 1904 y el 1906, pero no se tienen datos para precisarlo mejor.
Tampoco resulta que los Superiores desde entonces conocieran la promesa hecha por él a la Virgen por sugerencia de Don Garrone de consagrarse al bien del prójimo en caso de que sanara: parece que la cosa se hizo pública sólo cuando Zatti lo manifestó en 1915.
En Viedma, Artémides Zatti volvió a encontrar la salud y encontró su misión en el cuidado de los enfermos; de enfermo pasó a ser enfermero, y la enfermedad de los demás llegó a ser su apostolado, su misión. Se dedicó a ella a tiempo pleno y con la radicalidad del da mihi animas.
El hospital y las casas de los pobres, visitados noche y día yendo en una bicicleta, considerada ahora como elemento histórico de la ciudad de Viedma, fueron el horizonte de su misión. Vivió la entrega total de sí a Dios y la consagración de todas sus fuerzas al bien del prójimo, primeramente como válido y generoso colaborador del P. Garrone, luego, a la muerte del Padre (1911) y sobre todo desde 1915, cuando se inauguró la nueva sede, como primer responsable, verdadero director y administrador de la obra. Él, de hecho, estaba en todo: aceptaba, formaba, dirigía, pagaba al personal; hacía todo género de las compras; vigilaba la manutención; asistía a los médicos en las visitas y en las intervenciones quirúrgicas; trataba con las familias; sobre todo, se preocupaba de cubrir los gastos de la gestión siempre superiores a las entradas.
Fueron cuarenta largos y laboriosos años en los que la figura del Siervo de Dios creció continuamente en la generosidad del servicio y en la búsqueda de profesionalidad. Podríamos recordar la serenidad con que afrontó los pocos días transcurridos en la cárcel a causa de la fuga del hospital de un preso que había sido acogido por orden del director de la cárcel (1915); la prudencia y la paciencia manifestada en ocasión de la demolición no concertada del hospital y del traslado a una nueva sede no preparada (1941); la íntima alegría salesiana vivida en 1934 durante los tres meses que pasó en Italia para asistir a la canonización de Don Bosco.
Pero el Señor lo llamaba a asociarse nuevamente a su pasión y a compartir el sufrimiento con los que él mismo atendía. Era julio de 1950, cuando, al cuidarse de las consecuencias de la caída de una escalera, mientras hacía algunas reparaciones, le fue diagnosticada una insuficiencia hepática y sucesivamente un tumor al hígado.
Acogió y vivió conscientemente la evolución del mal (¡él mismo preparó para el médico el certificado de su propia muerte!), mantuvo su alegre serenidad, aun en medio de graves sufrimientos, consumió todas las fuerzas que le quedaban en el trabajo y en la comunidad, transcurrió los últimos meses en la espera del encuentro con el Señor. Repetía: “Hace cincuenta años vine acá para morir y he llegado hasta este momento: ¿qué más puede desear ahora? Por otra parte, he pasado toda mi vida preparándome a este momento...”
El momento del encuentro con el Señor llegó el 15 de marzo de 1951. Toda Viedma saludó al “pariente de todos los pobres”, como le llamaban desde hacía tiempo; aquel que siempre estaba disponible para acoger a los enfermos especiales y a la gente que llegaba de los campos lejanos; aquel que podía entrar en la más dudosa de las casas a cualquier hora del día o de la noche, sin que nadie pudiera insinuar la más mínima sospecha sobre él; aquel que, aun estando siempre en números rojos, había mantenido una relación singular con las instituciones financieras de la ciudad, siempre abiertas a la amistad y a la colaboración generosa con los que componían el cuerpo médico de la pequeña ciudad.
Juan Manuel Estrada, SDB
Comunidad del CRESCO-Guatemala
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