42 jóvenes muertos a manos de sicarios en tan sólo 6 días han puesto a México, una vez más, en el centro de la atención de los medios internacionales. Si bien se trata de hechos acontecidos en ciudades diversas y en circunstancias distintas, todas estas víctimas comparten una característica: su juventud. Y por desgracia las bárbaras ejecuciones acontecidas el sábado 23 de octubre por la madrugada en Ciudad Juárez, un día después en Tijuana y finalmente (ojalá fuera el fin de estos casos) el miércoles 27 en Tepic, son solo parte de una serie de asesinatos masivos en contra de jóvenes.
Y como si la muerte de estos muchachos y muchachas no fuera motivo suficiente para sentirse abatidos resulta aún más dramático el hecho de que entre sus verdugos se cuentan también numerosos jóvenes, asesinos a sueldo de los grupos criminales que se ostentan como “señores” de la droga y reyes despóticos que destruyen todo lo que les impide dominar sobre un determinado territorio para vender su veneno. Veneno que en el vecino país del norte algunos se empeñan en “legalizar”.
Ciudad Juárez no es la única población que sufre a causa de la violencia originada por la pugna entre grupos criminales y por la guerra sin cuartel sostenida por el Gobierno Federal contra estos grupos delictivos, pero quizá si sea la ciudad más golpeada por esta creciente ola de muerte y desesperación.
Mientras las autoridades, organizaciones civiles, partidos políticos, empresarios e intelectuales siguen sin ponerse de acuerdo para frenar la inseguridad generalizada, los jóvenes siguen sufriendo. No importa si estos son estudiantes, ex-drogadictos en rehabilitación, distribuidores de drogas, amigos o familiares de estos o bien simples ciudadanos, al final todos eran jóvenes.
Los jóvenes sufren por la falta de oportunidades y por la incapacidad de toda una sociedad para ofrecer a sus nuevas generaciones un mundo mejor. De hecho muchos de los jóvenes sicarios se convierten en asesinos precisamente por querer ganarse un poco de dinero, dinero fácil, que fácil se va.
Otros estados del país sufren tanto como el estado de Chihuahua, donde se ubica Ciudad Juárez: Nuevo León, Tamaulipas, Baja California, Sinaloa, tan sólo por citar algunos. Zonas del país donde la población vive con un sensación generalizada de tristeza, no sólo por añorar tiempos pasados en los que se podía vivir en paz, sino porque efectivamente hay motivos para estar tristes: llorar la muerte de un ser querido; vivir en continuo estado de asedio; tener que dejar la propia tierra; emigrar hacia Estados Unidos, ya no por ser pobre, sino para no ser secuestrado o asesinado por ser rico y negarse a pagar “protección” a los grupos criminales. Si esto pasa con el “poderoso” ¿Qué será del débil?
Ante este difícil panorama – se dice que de 2006 a la fecha han muerto unos 2,200 jóvenes en hechos violentos vinculados al crimen organizado- sólo unos cuantos intentan cambiar las cosas. Hay quien lo hace desde las tribunas políticas, quien desde algún medio de comunicación, quien desde el púlpito y quien desde la vida cotidiana siendo hombres y mujeres de paz.
El problema del narcotráfico que azota a México es fruto de décadas en las que autoridades y criminales vivieron en contubernio. Ahora se persigue a los capos de la droga, por eso la guerra. Pero también es fruto de padres y madres de familia que se han desentendido de la educación (en el sentido más amplio) de sus propios hijos provocando que el permisivismo y el relativismo reinen. Es consecuencia de la incapacidad personal para vivir conforme al Evangelio - la mayor parte de la población es Católica.
El origen de este mal tiene su raíz también en una sociedad que no ha sido capaz de generar bienestar para todos sus miembros, situación que ha provocado un sinnúmero de problemas sociales. Se trata de una sociedad triste...de una sociedad de la tristeza.
Entre las causas del problema del narcotráfico no hay que olvidar citar como factor desencadenante el casi nulo interés de otras sociedades que, no obstante su poderío económico, son incapaces de frenar el consumo de drogas de las que México es productor o al menos distribuidor, sin olvidar la falta de voluntad para impedir el tráfico internacional de armas, de esas armas que empuñan los criminales que deambulan por cada ciudad y pueblo y que son apuntadas también contra inocentes.
Por fortuna siguen existiendo personas y organizaciones preocupadas por hacer algo para cambiar este panorama. Personas e instituciones generadoras de cambio. En este grupo están también los oratorios salesianos, presentes prácticamente en toda la frontera con Estados Unidos: Tijuana, Mexicali, Nogales, Ciudad Juárez, Ciudad Acuña y Nuevo Laredo.
Estos oratorios son una especie de “oasis” donde los jóvenes pueden -por increíble que parezca- sentirse seguros y en casa. Donde tienen oportunidad de practicar un deporte, crecer en la Fe, expresarse artísticamente y olvidarse por un poco de la violencia que les rodea. En ellos trabajan no sólo religiosos salesianos sino muchas personas comprometidas.
¿Pero qué pueden significar estos pocos esfuerzos ante un problema inmensurable? Mucho, pues representan la diferencia. Una diferencia que permite seguir soñando con una “sociedad de la alegría”.